8/12/2025
Tras semanas disperso entre borradores, la actualidad me obligó a concentrarme. El reciente cambio constitucional en El Salvador —que habilita la reelección indefinida, promovido por el presidente Nayib Bukele— despertó en mí una vieja pregunta:
¿Seguimos siendo monárquicos?
¿O, en realidad, nunca dejamos de serlo?
En los albores de la independencia, los próceres —inspirados por las ideas francesas y con la “desinteresada ayuda inglesa” (muchos de ellos masones)— terminaron, irónicamente, transformándose en dictadores supremos. Lo que comenzó como un movimiento por la libertad y la autodeterminación pronto derivó en la concentración del poder en manos de unos pocos, replicando patrones monárquicos bajo un nuevo disfraz republicano.
Esta paradoja fundacional marcó el rumbo de las nuevas repúblicas: líderes carismáticos que, en nombre de la patria, asumieron poderes extraordinarios y perpetuaron la lógica del caudillismo. Así, la promesa de ciudadanía plena y autogobierno quedó relegada, mientras la figura del “hombre fuerte” se consolidaba como el eje de la política hispanoamericana.
La historiadora española María Elvira Roca Barea (1966), en Imperiofobia y leyenda negra, sostiene que ni España ni Hispanoamérica han digerido la caída del Imperio español. Demonizada por la propaganda borbónica y por el ideario revolucionario francés, la monarquía de los Austrias quedó como símbolo de atraso, cuando en realidad fue un sistema que, con todos sus defectos, supo cohesionar territorios, lenguas y culturas bajo un proyecto común.
El relato liberal decimonónico —alimentado por los Borbones y la Revolución francesa— nos pintó a los Austrias como símbolos de atraso y opresión. Sin embargo, Roca Barea y otros historiadores invitan a matizar: el imperio de los Austrias no era una autocracia irracional, sino un entramado jurídico y político con contrapesos reales, fueros, cortes y una concepción del poder anclada en la continuidad y el deber, no en la popularidad momentánea.
No se trata de idealizar el pasado, sino de reconocer que el cambio no siempre fue mejora. La monarquía de los Austrias podía ser lenta y ceremoniosa, pero no dependía de elecciones amañadas, propaganda constante ni encuestas manipulables. El monarca, por herencia, no necesitaba comprar legitimidad cada cuatro años; y esa distancia de la campaña permanente, paradójicamente, podía darle más libertad para actuar con justicia que a un político moderno atrapado en la urgencia electoral.
En el siglo XIX, las nuevas repúblicas sustituyeron la figura del monarca por la del presidente electo, pero la lógica del poder personalista permaneció intacta. La democracia, en vez de ser un medio, se convirtió en un fin incuestionable, casi religioso. Tal vez, antes de exigir más democracia, deberíamos preguntarnos si la hemos entendido de verdad.
Los pueblos no cambian de mentalidad al ritmo que lo hacen las constituciones.
— María Elvira Roca Barea
Gracias por leer.
Nos encontramos en el camino.