6/15/2025
Uno de los grandes desafíos de nuestro tiempo es la crisis de identidad en la era postmoderna. La pregunta ¿quién soy? se ha vuelto incómoda y, al intentar responderla, muchos caen en un ciclo de dudas e incertidumbre. La globalización y el auge del multiculturalismo han diluido los referentes tradicionales, dejando a muchos en un estado de desarraigo. Sobre este tema ya he reflexionado en un artículo anterior.
En este contexto, surge una cuestión aún más profunda: ¿quiénes somos?. Algunos sostienen que la identidad es una construcción arbitraria, fruto de circunstancias históricas o intereses de poder; otros, que es una herencia inmutable. Sin embargo, la realidad parece situarse en un punto intermedio: la identidad colectiva es, a la vez, legado y proyecto, memoria y aspiración.
Para encontrar nuestra identidad, es necesario primero aceptar lo que somos: aceptar tanto nuestras luces como nuestras sombras. Solo así podremos descubrir aquello que, más allá de las diferencias, nos une verdaderamente como sociedad. En mi opinión, ese vínculo fundamental es la lengua. Si estás leyendo estas líneas, probablemente compartimos el español como idioma materno. No importa si naciste en España, Guinea Ecuatorial o Chile (como es mi caso); nos une una historia común, y eso es lo que llamamos Hispanidad.
La lengua no es solo un medio de comunicación, sino un puente que conecta generaciones, territorios y sensibilidades diversas. Es el hilo invisible que teje relatos, valores y símbolos compartidos, permitiendo que una multitud de voces se reconozcan en una misma tradición. En tiempos de fragmentación, recordar este vínculo puede ser el primer paso para reconstruir un horizonte común.
Como sostuvo el filósofo español Gustavo Bueno (1924–2016), la Hispanidad no es una invención cultural ni una simple huella lingüística, sino “un proyecto histórico-político que comienza con el Imperio español”. Para él, no se trató de una conquista en el sentido colonial anglosajón, sino de un proceso de incorporación que dio lugar a una nueva realidad civilizatoria. El proyecto hispánico fue profundamente misional y civilizatorio. No fue perfecto —nada humano lo es—, pero estuvo animado por una intención de crear comunidad, no simplemente extraer recursos. El idioma, el derecho, la religión y la estructura urbana que aún perduran son testimonio de ello.
Esta visión permite entender la Hispanidad no como una reliquia del pasado, sino como una estructura aún viva que configura nuestras formas de pensar, hablar, vivir e interpretar el mundo; más que una bandera, es un marco invisible que sigue organizando nuestra experiencia. No se trata de imponer un pasado idealizado, sino de despertar una vocación olvidada: la de ser puentes, no muros; unidad en la diversidad. Quizá, en tiempos como estos, no necesitamos nuevos imperios, sino el recuerdo de aquellos que alguna vez buscaron más que poder: trascendencia.
La Hispanidad no es algo del pasado, sino una realidad efectiva en las naciones que comparten un mismo tronco histórico.
— Gustavo Bueno
Gracias por leer.
Nos encontramos en el camino.